Monday, January 07, 2008

La paradoja de Edipo

Creo en el destino. Más desearía no creer.
He pasado mi vida intentando negarlo y en ese esfuerzo solo lo confirmo.


Recuerdas a Layo, rey de Tebas, aquel a quien el oráculo predijo que concebiría un vástago que sería su verdugo y que cometería incesto con su amada Yocasta. Noches en vela, transcurrió Layo con su cabeza apretada entre sus grandes manos. Desesperado, rogaba que tal atrocidad no pudiese ser. Finalmente las dudas se despejan y solo queda la resolución: El era Layo, rey de Tebas, nacido de la raza de Cadmos y no permitiría que ni los dioses se apropiasen de su destino.
Así le ordeno a su más fiel sirviente que al nacer el príncipe lo arrebatase del lecho de su madre y lo abandonase su suerte en el bosque de Citerón, para que muriese devorado por las fieras. Pero ante el llanto de la criatura, ni la más incuestionable lealtad es suficiente para cometer semejante atrocidad. De ese modo, el sirviente lleva al niño a tierras lejanas, haciéndole creer a su rey que cumplió su encomienda.
¡Pobre Layo! ¡Si hubiese sabido que ignorando al oráculo lo negaba! ¡En tanto negándolo lo concretaba!

De este modo, el joven príncipe terminaría en manos de Pólibo, rey de Corinto y su Reina Mérope, cuyo vientre había resultado incapaz de concebir. Estos vieron al niño como un don de los dioses y por ello le criaron como si ellos mismos lo hubiesen concebido. Pasaron los años y el niño, a quien dieron por nombre Edipo, se hizo hombre. Una vez visitando Delfos, le hacen saber que la pitonisa le deseaba ver. Ya en su presencia esta le presagia que el habría de matar a su padre y yacer en el mismo lecho que su madre. Libido ante semejante destino, abandona la cueva de la pitonisa. El amaba a los reyes de Corinto, a quienes creía sus padres, y de ningún modo, deseaba cometer tal atrocidad en contra de ellos. Decidido a negar este oráculo, juro no volver nunca más a Corinto.

¡Pobre Edipo! ¡Si hubiese sabido que ignorando al oráculo lo negaba! ¡En tanto negándolo lo concretaba!

En sus errar, Edipo se cruza en un camino angosto con un carro y su sequito. Aquel que iba en el carro le exige que se aparte del camino, pues todo aquello hasta donde se alcanza a ver, le pertenece. Indignado ante tanta arrogancia, Edipo, sin siquiera saber que estaba parado ante Layo, rey de Tebas, y que este era su verdadero padre, lo enfrento matándolo a el y a todo su sequito.

¡Pobre Layo! ¡Pobre Edipo! ¡Cual juguetes del destino, cuanto han hecho para negar tan funesto oráculo y en su danza solo lo han concretado!


Tras muchas correrías, Edipo llega a Tebas y tras librarla del azote de la Esfinge, hembra terrible que devoraba a los hombres carentes de la gnosis necesaria para responder sus enigmas, gano el derecho de desposar a la reina viuda, Yocasta y regir sobre Tebas en lugar del difunto Layo. Pasaron los años, Edipo reino en paz y de su unión con Yocasta cuatro vástagos nacieron.

Pero una peste se abatió sobre Tebas y Edipo, el salvador de Tebas nada podía hacer. En pos de una solución a tan terrible plaga, Edipo hace traer a Tiresias, el adivino y este le indico que una maldición ha caido sobre Tebas porque Edipo, que se sienta en el trono de Layo y ha desposado a su reina viuda, es el asesino de Layo, pero también su vástago. Yocasta, horrorizada al entender el sacrilegio que ha cometido, abandona la estancia y en sus habitaciones se ahorca con su propia túnica. Edipo, al hallarla, comprende que al intentar evitar ese funesto oráculo, solo ha corrido hacia el. Arrebatado de dolor, toma los broches de Yocasta y se vacía las cuencas de los ojos. Cegado a si mismo, abandono el
palacio y deambulando por las calles de Tebas gritaba:

¡Oíd Tebas! ¡Oídme Bien!
¡Oíd bien a Edipo, aquel que creyó burlar al destino!
¡Solo aquel ciego al destino puede creerse dueño de este!
¡Solo aquel ciego al destino puede ser libre!

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