Había comida en periodos regulares, pero duraba un instante y gritaba de terror. Para el Minotauro, en su cárcel-caracol, el resto del tiempo eran días infinitos, noches interminables. Se aturdía con los sueños. En los sueños del Minotauro los muros caían, los hilos se rompían —ninguna reina se transformaba en vaca. Una vez el Minotauro soñó con un mundo sin monstruos: miraba hacia abajo y los brazos y las piernas ya no tenían dedos. Patas poderosas y cascos. Cascos para martillar el mundo. Hizo su entrada orgulloso, pavoneándose. A su alrededor mil cabezas y mil voces gritaban injurias, aclamaciones aplaudían, bendecían a los dioses y los blasfemaban. No las escuchaba. Saboreó el sol caliente sobre la piel, los reflejos de los rayos en el espejo desmenuzado del polvo. Galopó con frenesí hasta el centro exacto del anfiteatro. Se detuvo allí, respiró las constelaciones que confluían por encima de sus cuernos, dio las gracias al Cielo. No más rencores, no más memoria. El corazón le estallaba de felicidad. Era tan bueno. Luego, de improviso, vio un movimiento con el rabillo del ojo. Y un resplandor metálico. Y sintió un fuego que le marcaba el dorso. Y olisqueó el olor agrio, repulsivo, de su misma sangre. De repente, como en un segundo laberinto, se descubrió exhausto, con el cuerpo hinchado y envenenado de injusticia. Luego refulgió un Teseo rojizo —a quien él sabía igual que a todos los otros, letal y engañador como los demás. Y entonces —precisamente entonces— el sueño del Minotauro se acabó.
El autor: Stefano Valente
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment